Friday, June 15, 2007

Catastrófico fue el siglo catorce [Historia.Español]

Cambios climatológicos dañaron las cosechas al punto de hundir al continente en la hambruna. Moría de hambre la gente en las calles y las plazas, dice un cronista de París, la mayoría presa de enfermedades propiciadas por la malnutrición como la tifoidea, la bronquitis y la tuberculosis. Deja constancia un informe Real de Castilla: E este año fue en toda la tierra muy grand fambre; e los omes moríense por las plazas e por las calles de fambre... e tan grande era la fambre, que comían los omes pan de grama, e nunca en tiempo del mundo vio ombre tan gran fambre.

La gran hambruna
Tuvo lugar entre los años 1315 y 1317. Un enfriamiento prematuro ocasionó lluvias interminables el verano de 1315, pudriendo los sembríos. El próximo año fue aun peor. Se destruyeron las cosechas en todo el continente, desde la zona mediterránea hasta las llanuras de Rusia, especialmente afectada fue la región central, Francia, Alemania, Holanda, Bélgica e Inglaterra. Según los archivos del Obispado de Winchester, en Inglaterra la producción agrícola se redujo dos tercios. La catástrofe obligó al consumo de las semillas destinadas para los sombríos de las próximas temporadas, dilatando más la crisis. El economista político británico Tomas Malthus (1776-1834) explica en un incisivo tratado, Un ensayo sobre la población: dado que la producción agrícola crece matemáticamente (2, 4, 6, 8, 10) y la población lo hace de manera geométrica (2, 4, 8, 16, 32), en un punto determinado una región, incluso el mundo, no se dará abasto. Desde el año 700 hasta 1300 la población de Europa occidental había crecido de manera constante y aunque hubo periodos aislados de escasez, la producción satisfizo la demanda. A principios del siglo 14 ni bajo condiciones óptimas de producción habría sido posible abastecerla la población y coincidieron las alteraciones climatológicas. Se produjo una gran mortandad. Los cronistas indican que los padres abandonaban a sus hijos tiernos y los viejos voluntariamente cedían su ración de comida a los jóvenes que podían trabajar, incluso se hace mención de brotes de canibalismo.

Los pobres y los comerciantes
Como es de suponer, el sector más afectado fue el más pobre. Los campos perdieron mano de obra. Los trabajadores que sobrevivieron la hambruna se encontraron en una posición hasta entonces desconocida. La nobleza terrateniente se disputaba su fuerza laboral, lo que les dio la libertad de movilizarse en busca de una mejor remuneración. Otro grupo que surgió de la gran hambruna con una actitud de autoestima mucho más elevado fueron los comerciantes. Se supieron parte determinante de la sociedad. Las grandes familias mercantiles de los estados autónomos de Italia, Venecia, Florencia y, sobre todo, Génova, inician una nueva etapa de exploración y expansión. La lección que dejó la Gran Hambruna era clara: las instituciones tradicionales, los dueños de los medios de producción, y en menor grado la iglesia, no pudieron afrontar la crisis. El futuro de la seguridad europea pasaría desde entonces por el comercio internacional. Ilustra las actitudes populares de la época la leyenda del obispo-príncipe que uso sus caudales para comprar toda la comida disponible de la comarca y expulso de su castillo-fortaleza a todos los súbditos, condenándolos a la muerte de hambre, como en efecto sucedió. No pasó mucho tiempo hasta que comenzó a escuchar un ruido cada vez mayor en las puertas de acceso al castillo-fortaleza. El Obispo Príncipe se asomó a una de las ventanas y con horror comprobó que todas las ratas de la comarca, muertas de hambre, atraídas por el olor de la comida, atacaban el castillo.

La rata negra
Sería la rata negra, la que hoy se llama rata de cloaca, el agente de una catástrofe de proporciones aun mayores para Europa. Con la rata negra y sus pulgas parásitos llegó en 1347 al mediterráneo la Peste Bubónica, o Muerte Negra en alusión a los bubones, hinchazón en latín, oscuros del tamaño de un huevo que les brotaba a los apestados en las axilas y las ingles y las manchas y ampollas que se esparcían por todo el cuerpo con fétidas secreciones de sangre y pus. La peste llegó a Italia a bordo de los galeones comerciales genoveses procedentes de Oriente. En siete días falleció la mitad de la población de Venecia. La peste entró a España en 1348 por Valencia, se propagó a Cataluña y devastó Aragón, cobrándose más de la mitad de la población. De Aragón pasó a Castilla y descendió sobre Andalucía. La peste ganaba cada día mayor virulencia con mutaciones, y condiciones que fueron aliadas naturales para la propagación: los precarios hábitos de higiene, la falta de alcantarillado, la acumulación de basura, la carencia de vidrio para las ventanas. Como la madera pronto escaseó para la construcción de ataúdes, por ejemplo, las familias tiraban a los muertos e las ventanas o los enterraban a los arrastraba para dejarlos petrificar a la orilla de los ríos y los lagos. Y la medicina apenas superaba la superstición. Los médicos tras concienzuda deliberación concluyeron que la transmisión de la peste tenía lugar por medio de la fetidez, recomendando que se quemaran hogueras de plantas aromáticas. Rumbo a la muerte iba la gente con ramilletes de jazmines pegados a la nariz, repitiendo Qué Dios le Bendiga, cada vez que alguien tosía, la medida preventiva impuesta por la Iglesia.

Bárbara Tuckman en su libro Un Espejo lejano, Siglo XV, época de calamidades, observa que la plaga se presentaba de dos maneras:

Una infectaba la corriente sanguínea, causaba los bubones y la sangría interna, y se extendía por contacto; y otra, más virulenta, de género neumónico, que inficionaba los pulmones y contagiaba al respirar. La presencia de ambas causaba la alta mortalidad y la velocidad de propagación. Tan letal era la dolencia que hubo personas que se acostaban sanas y murieron antes de despertar, y médicos que la atraparon junto al lecho del paciente y perdieron la vida antes que él. El contagio era tan fulminante, que según el facultativo francés Simón de Corvino, parecía como si un solo enfermo “pudiera infectar al mundo entero.” La malignidad de la pestilencia resultaba tanto más terrible cuanto que los apestados no conocían medio alguno para prevenirla o remediarla.

La ira divina
La única explicación que el pueblo entendió fue la ira divina, consecuentemente para aplacarla se elevaron plegarias día noche. Surgieron los flagelantes, penitentes que peregrinaban por los caminos del continente flagelándose con látigos de cuero y puntas de hierro, pidiendo perdón por los pecados de la humanidad. Pero el concepto pecado humano era demasiado abstracto. Había que encontrar un pecador de carne y hueso, al culpable a quien señalar con el dedo. Los leprosos fueron un blanco fácil. Alegando que el exterior es fiel representación del ser interior, que la piel lacerada del leproso reflejaba la pestilencia de su alma, a pedradas los redujeron a una existencia remota. Pero la peste, no cedía. La población europea a principios del siglo 14 descendió de 90 millones a menos de 70 millones a principios del siglo 15. Los cinco millones de habitantes de España se redujeron a cuatro millones. En ciertos lugares, en particular en los centros urbanos más de un terció de sus vecinos perecieron.

La gente puso en tela de juicio las instituciones y el sistema de valores que regían la sociedad. La iglesia perdió un alto número de curas y frailes y, más preocupante, perdió el respeto de antaño. La gente se rebeló contra un Dios cruel, y contra la falta de incapacidad que había mostrado la iglesia para interceder y sus plegarias que ningún resultado dieron. Comenzó una ola de desafío que bien sintetiza la frase: ¡A fornicar, a fornicar que el mundo se va a acabar! Asimismo las relaciones entre la nobleza y el sector llano de la sociedad se resquebrajaron. Los trabajadores de los latifundios ganaron aun más poder que después de la Gran Hambruna. Los salarios se dispararon por la competición entre los latifundistas por la mano de obra, a tal punto que se levantó una neblina en la que ya no era tan fácil distinguir las jerarquías. Con menos bocas que alimentar y más ingresos la clase trabajadora comienza a participar en la economía que, por su parte, daba cada vez más protagonismo al sector comercial. Europa salió de la calamidad mejor armada para hacer la transición hacia la modernidad.

Los judios
Pero las viejas instituciones rara vez rinden el poder sin dar pelea. El dedo acusador de algunos miembros de la iglesia apuntó a los judíos, ricos mercaderes, profesionales, y burócratas. No habrá sido difícil acicatear el odio del pueblo pintando al judío de demonio. Eran los colectores de impuestos y los prestamistas, odiados por ambas funciones en una época de carencias. Frailes dominicos fanáticos sacaron a relucir una oratoria viperina. Acusaron a los judíos de instar la ira divina con las herejías de su fe fratricida, ¿no habían sido ellos los asesinos de Jesús? Y ahora se ensañaban con el pueblo que les dio refugio, envenenaban las fuentes de agua, haciéndolos focos de infección. Y la nobleza que no podía o quería pagar las deudas se plegó a la campaña de difamación, responsabilizando a los judíos de atentar contra la estabilidad económica con patrimañas usureras. Los frailes dominicos preguntaron desde el púlpito: ¿A cuántos nobles cristianos no arruinó esta raza maldita para apropiarse de sus tierras? La violencia no se hizo esperar. Así como quemaron vivos en Alemania y Francia a miles de judíos, acusándolos de propiciar la peste, en España masacraron a comunidades, incendiaron sus barrios, destruyeron las sinagogas y se apropiaron de sus negocios. El rey tomó cartas en el asunto. Se decretó que los judíos o se convertían al cristianismo o se los expulsaría. Algunos emigraron a Portugal, a Turquía, a Holanda y a países de África del norte. La gran mayoría permaneció en lo que era su patria desde el siglo 2. Convertidos al cristianismo por conveniencia de a poco recuperaron las profesiones y ocupaciones de sus abuelos, volvieron a ser los abogados, los médicos y los banqueros. Un número importante de judíos ingresó a los monasterios, dedicándose a la vida intelectual. Surgen figuras de relieve como Elio Antonio Nebrija, el lingüista de Salamanca, que sistematizó y codificó el castellano en su Gramática a la lengua Castellana, la primera gramática de un idioma moderno, y le presentó a la Reina Católica Isabel como un instrumento fundamental del imperio.

Hacia la modernidad
Castilla se insertaba a una economía internacional dinámica que giraba en torno a las rutas marinas y tenía de protagonista a los genoveses. Castilla era el reino ibérico más poderoso militarmente y el de mayor extensión, mientras que Portugal y Aragón despuntaban en el comercio internacional y la navegación. Los aragoneses, incluyendo Cataluña y Valencia, se habían lanzado a la conquista del Mediterráneo, incorporando a su reino las Islas Baleares y Siscilia, y Portugal de a poco imponía su poderío naval en las costas de África, ricas en minas y fuente inagotable de esclavos. El reino Nazarí de Granada buscó la supervivencia por medio de un pacto de vasallaje con Castilla y, más importante, por medio de sus vínculos comerciales con poderosas familias italianas. Granada exportaba seda y azúcar. Los intereses económicos pueden más que las armadas. Castilla se encajaba a este circuito marítimo-económico con su metrópoli Sevilla de capital en el sur y el corredor Burgos-Bilbao en el norte. El término España para designar al territorio ibérico como una unidad política se utilizaba solo en el exterior, dentro de la Península la gente era empedernida y antagónicamente localista, se era castellano, aragonés, asturiano, portugués, leonés, catalán, gallego o navarro.

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