Los boleros de papá [Crónica. Español.]
Papá moría con los ojos abiertos. En el fondo un bolero de Bebo Valdez se levantaba junto a la voz de mi hermana hablándole por el celular a un proveedor de implementos médicos—su defensa contra lo inevitable: si una entrega está pendiente la muerte esperará. Todos estábamos presentes. Todos habíamos venido a celebrar el Día de la Madre, y papá en el dormitorio del segundo piso, en su cama de hospital, se moría con una preocupación. Ya no podía hablar con soltura, pero quiso decir que lamentaba no haber podido levantarse a comprarle flores a mamá, su esposa de 60 años.
Sesenta y uno, le corrigió mamá, besándole en la boca, como si el tiempo no se hubiera cobrado sus juventudes, como si el tiempo no hubiera consumido la pasión.
No, dijo papá con voz tenue. La amo igual que a lo veintiuno.
Viéndoles besarse pensé en la letra de un viejo bolero que papá me enseñó a bailar. Puedo escuchar su voz explicándome como arquear la mano por la coyuntura entre la cintura y las nalgas de mi pareja, esa intersección desde donde se abre una avenida a todas las posibilidades. Yo tenía trece años y mi pareja quince. Tienes que hacerle sentir deseada, continuó papá, apretarla pero no mucho para no parecer vulgar o perder el paso y parecer idiota. Punto y coma era el movimiento de uno o dos pasos adelante, pausa y vuelta a la derecha. Pasarán más de mil años, muchos más, yo no sé si tenga amor la eternidad, decía la letra, pero allá tal como aquí, en la boca llevarás, sabor a mí.
A papá le encantaban sus boleros, los escuchaba, los tocaba y bailaba. Bolero—esa danza escénica española fundida a la cadencia Afro-Cubana—deriva de volar. Papá sedujo a mamá tocándole boleros en la harmónica. Aprendido a tocar la harmónica de un ingeniero americano que llegó a Ecuador a construir la carretera Panamericana. El primer trabajo de papá fue de pagador de la compañía constructora. Sedujo a Mamá tocándole boleros con una pizca de blues, el sueldo americano y haciendo piruetas suicidas en la bicicleta. Papá era un ciclista consumado. Montó su bicicleta roja hasta que el cáncer le paralizó las piernas seis meses antes de morir. El cáncer lo redujo a sus boleros y el infatigable amor que le hizo lamentar no haber podido levantarse a comprarle flores a su mujer, su último lamento.
Nos turnábamos para acompañarlo en el segundo piso. Qué pensaba yo, me preguntó la menor de mis hermanas, subiendo a sustituirme. Somos cuatro hermanos. No lo veo bien, le dije. Ella lloraba. Sus lágrimas, contrario a las de mi hermana mayor que disciplinadas se vertían por los vértices de sus ojos, se desbordaban en toda dirección y eclipsaron sus ojos bellos. Las tres hijas le heredaron los ojos a papá.
Los dejé solos. Me serví otro trago, y me senté en las gradas contemplando el jardín de al frente de la casa. La familia estaba reunida en el porche trasero. Hacía una tarde linda. Mi sobrina de seis años pateaba una pelota y mi sobrino de doce jugaba en su computadora de mano. Llamé a mis hijos. Uno estaba en el gimnasio de la universidad boxeando. La misma voz gruesa de papá pedía que dejaran un mensaje en el contestador. El otro no tiene voz gruesa, pero habiéndole heredado el espíritu al abuelo estaba haciendo música en algún recodo de Nueva York. Entonces mamá nos llamó a todos a la sala. Dios Santo, salté. La inminencia de la muerte le hace a uno pensar en Dios, y dolores insignificantes se intensifican, le bajan a uno a la tierra, que es el significado profundo de humillación, una palabra íntimamente emparentada a humano. No, papá no había muerto aun. Me bebí de un sorbo medio trago. Mamá quería anunciar algo.
No yo, dijo, sino Joe.
Joe es mi sobrino mayor. Su esposa y él habían querido tener familia por varios años pero no se les daba.
Y, dijo Joe, vamos a tener un bebé.
Todas las mujeres en la casa se soltaron en lágrimas. Viendo a todas las mujeres de la casa llorar me di cuenta que ninguna persona llora igual. El llanto de grupo es como una sinfonía. Dejé a las mujeres de la familia llorando y subí corriendo a la cama del hospital donde papá esperaba que terminara el Día de las Madres para retirarse, porque, claro, no iba él a aguarle la fiesta a su mujer.
¿Papá, le pregunté, me puedes oír?
Abrió los ojos.
Le dije que Joe iba a tener un hijo, que iba a ser por primera vez bisabuelo.
Los ojos se le humedecieron.
¿Entiendes lo que te acabo de decir?
Con un enorme esfuerzo musitó que la vida era un ciclo, y con sus ojos verde-laurel me señaló el pequeño aparato de música en su mesita de noche. El disco de Bebo se había terminado.
¿Quieres escuchar los boleros de Andrea Bocelli? Sonrió. Cerró los ojos y voló. Murió mientras dormía horas después. Murió como vivió, con dignidad. Este es nuestro primer Día del Padre sin él.
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