Thursday, July 19, 2007

Viajes: Una chica una noche hace mucho

Fred y yo somos viejos amigos. Aunque no estamos viejos vemos la juventud desde la ventana que los diccionarios llaman hijos (hombres y mujeres de la misma edad que teníamos al descubrir el misterioso objeto de la amistad profunda.) ¿Qué es eso de amistad profunda? El hallazgo conjunto del mundo antes de las limitaciones. No nos veíamos hacía mucho. Fred había venido a Nueva York a la graduación de su hija.

Fred comenzó a desempolvar una anécdota con la pregunta típica: ¿Te acuerdas de la muchacha que encontramos en El Salvador o era Honduras?

Cruzábamos América Central en ruta a Ecuador acabados de graduar de universidades neoyorquinas. Los guerrilleros y los militares se mataban a tiros en América Central. El eco de la balacera entraba por las ventanillas del escarabajo, así se llamaba el Volswagen, y se mezclaba con la Lluvia azul de Gato Barbieri.

Paramos a tomar unas cervezas con jornaleros de un pueblo bananero. Bebíamos en mesones al aire libre, de cara a la carretera Panamericana. Según indicó un jornalero camino abajo la carretera cambiaba el nombre a Paso Triste porque la neblina caía repentina y no pocos viajeros encontraron la muerte. No estaba la noche para continuar el viaje. Levanté los ojos. Las arañas tamaño mano de niño reinaban sobre la entomología nocturna encasquillada en torno a un foco de luz desnudo y hacían una pantalla viva.

La chica salió de un cuento de hadas. Preguntó Fred: ¿Te acuerdas de donde salió? No recordaba. Si recuerdo haberla invitado a seguir la noche con nosotros y la linterna con que la auscultaba en el asiento trasero del escarabajo, el coche del pueblo, traduje Volswagen del alemán para impresionarle. Tenía senos aun de niña y color miel.

Fred manejaba. Preguntó con los ojos en la carretera: ¿Qué ves?

Color miel, reporté como corresponsal de guerra. Un lunar debajo del pezón derecho.

Pregúntale, ordenó con urgencia de comandante (había sido cadete), si se puede tocar. Tocarle con suma delicadeza, aclaró.

Me dejas que te toque, obedecí, tocándola con suma delicadeza.

Fred frenó a raya. Era hora de invertir papeles, pues la niña se dejaba mirar y tocar con una generosidad casi patriótica, como diciendo miren lo que mi país ha producido para ustedes jóvenes aventureros. Pero cuando abrió la puerta para el cambio se encontró que una turba nos seguía a gritos. Me volteé a ver. Eran los jornaleros del banano con los machetes del trabajo que nos perseguían borrachos y también henchidos de patriotismo. No solo se llevan el banano, ahora vienen a llevarse la hembrita más linda del pueblo, ¡extranjeros cabrones! Es lo que me pareció escuchar, aunque a 27 años de distancia bien podría equivocarme.

Fred volvió al timón. Mejor sigo manejando yo, dijo, que de estas cosas entiendo, y tu te pones nervioso.

En efecto, me puse nervioso. Me puse muy nervioso. Yo nunca he sido cadete. Fred le metió suela a la gasolina y a toda maquina desparecimos carretera abajo o arriba, no sabría decirlo, pues la neblina nos atrapó repentina. Quedamos presos en una cápsula platinada. Los faroles delanteros solo intensificaban el aislamiento. Lo único que nos recordaba estar en Centro América era la carretera solidarizada con los jornaleros que nos metía piedras y sapos en la escapada.

Habrá que proceder con la mayor concentración, pronunció Fred. Y la chica, que quede claro que la perdición de los hombres son las malditas mujeres, se reía y nos tentaba con el cuento de la primera vez que vio la culebra, que así apodaba al pene. Fue la culebra del jefe, dijo. Acababa de cumplir los quince años y el jefe que se baja los pantalones y le llama a que viniera a ver la culebra. Había trabajado cuidándole los hijos a un dueño de plantaciones. Viejo manilarga, dijo. Y aclaró que tampoco era que cualquier culebra le gustara.

La neblina ciega pero no afecta los otros sentidos. Los gritos de los jornaleros parecían cada vez más cerca. No obstante, en ningún instante, se nos ocurrió soltar la chica y que allí terminaba la amenaza. Y no se interprete como derroche de coraje. Hacía más de quince días que no tocábamos mujer. Eso y el trópico es un fuego que abrasa los huevos. Encendidos los huevos se adjudicaron el gobierno del cuerpo.

No se pongan nerviosos, dijo Fred.

Yo encendí de nuevo la linterna.

¿Qué vez?

Nada, mentí para que no fuera a perder Fred la concentración. Pero me iba compenetrando en la intimidad calida de la chica, un parque de diversiones abierto en el filo mismo del peligro de muerte inminente.

Me gusta, dijo la chica.

Fred alcanzó a oír y le obsequió solícito un: ¿Que te gusta, mi reina?

Le gustaba que se jugaran la vida dos extranjeros por ella. En retrospectiva, Fred y yo acordamos que jugarnos la vida no debió parecerle gran cosa a la chica. A dos millas se jugaba la vida medio país por ideales o el salario. Pero ese instante la revolución era ella. Así seguramente le habré dicho: Eres la revolución y la libertad y el lucero más brillante del Trópico de Cáncer. Después de todo el ministro de cultura de la vecina Nicaragua, el Jesuita Ernesto Cardenal, escribió algo así: Me enteré esta tarde que habías dado tu amor a otro hombre y me encerré en mi cuarto a escribir estos poemas contra el gobierno por los que estoy preso.

Eres una luciérnaga, mujer, pienso que le dije. La chica bostezó. Ahora entendiendo que ciertas mujeres se inclinan más a la acción que a las palabras. Me muero de hambre, dijo.

¿Te acuerdas, Fred? De eso Fred no se acordaba. Pero si se acordó que paramos en un hotelucho algunas millas a salvo de los machetes, y qué machete le dimos a la chica.

Y ella encantada, añadí casi preguntando.

Claro, dijo Fred, tornándose filosófico, porque también a las chicas les encanta tirar con ganas.

Mientras Fred y la chica a puerta cerrada daban rienda suelta a las ganas yo fumaba en la terraza. Del radio transistor de la oficina del hotel salía un saxo, congas, guitarras, un sexteto que propulsaba la inconfundible voz romántica y juguetona de Daniel Santos a través de la neblina: Qué raro, ayer te vi pasar, y al quererte llamar, la verdad, es para que te asombres, después que tanto yo te amé, se me olvidó tu nombre...

Fred miró la hora. Habíamos caído en un paréntesis de silencio, o para ponerlo de manera dramática: a machete nos abríamos paso por la selva del olvido. Era un martes de garúa. La hija de Fred se graduaba el jueves. Ya éramos un par de señorones de chaqueta azul y entradas profundas en las sienes. Habrían pensado al vernos por el ventanal del bar la docena de espectadores que salía del cine que hablábamos de pólizas de seguros, rendimiento en inversiones, barbacoas, del colonoscopio anual, pero nadie nos miró siquiera.


Fotos:
Angela Jimenez

Adventure Divas, 2003.
Sullivan C. Richard

Un viaje realizado por la Panamericana, 1940.

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