Friday, June 29, 2007

Historia: Un Español en la Revolución Americana

Crónica de la Independencia


[Adaptado de la novela El Genio Oscuro de Raúl Guerrero. La Declaración del 4 de Julio de 1776 desató la guerra. Por 10 años se libraron cruentas batallas a lo largo y ancho del país. Poco se sabe sobre la influencia de España, pero fue fundamental. Lo siguiente es la participación de un genio español en el ejército de Washington, o la historia detrás de la historia]

Nueva York
El ejército británico había ocupado la ciudad. Había ocupado los puertos y las ciudades principales esperando que el bloqueo desanimara a los insurrectos. Pero las milicias, el patriotismo encendido, desbordaban coraje.

Así se expresaban:
No sólo no nos beneficia nuestra vinculación con la madre patria, sino que nos perjudica. Se nos requiere nada más que para contribuir, con nuestra sangre o nuestros impuestos, a la grandeza de unos lejanos ingleses que ni siquiera nos permiten tener representantes en las Cámaras que deciden quiénes, cuánto y para qué hay que pagar tributos. Cambiemos nuestra fidelidad a Gran Bretaña por la devoción a América.

Soberbio desafió el General Washington la ocupación de la ciudad de Nueva York: La posesión de las ciudades, mientras nosotros tenemos un ejército en el campo, no les sirve de mucho. Es a nuestro ejército, no a ciudades indefensas a quienes tienen que dominar.

23 mil hombres al mando del general Howe atracaron en Nueva York. Era el ejemplo del poderío colosal de la Armada Real que bastaría para sofocar la revuelta. Una a una le haría tragar las palabras al general Washington, colono ingrato, dijo el general Howe.

La presencia de 23 mil hombres era, realmente, un coloso descorazonador. La magnitud del enemigo provocó que desertaran algunos y otros se enlistaran. Alentaba el general Washington: mientras más fiero el enemigo, mayor la gloria. No estaban en condiciones de confrontarlos hombre a hombre, pero la obstinación valía veinte columnas de caballería y otras veinte el enjambre de espías (desalentador esto último pues muchos espías patriotas dejaron los ingleses ahorcados a la vera de los caminos de escarmiento o fusilados contra las iglesias.)

Las milicias insurrectas provocaban escaramuzas en la ciudad que las tropas británicas aplacaban violenta y rápidamente, pero al internarse en los bosques en persecución caían víctimas de las guerrillas. Era una estrategia insostenible. A medida que los británicos se familiarizaban con el terreno, las bajas de los patriotas se multiplicaban, se desplomaba la moral, esgrimían los opositores a la guerra el punto del general Howe que las guerras no se ganaban con coraje sino con oro. El telón está pronto a caer sobre esta disparatada insurrección, dijo el General Howe a sus oficiales, con un puntero señalando el área de la ribera de Nueva jersey donde se acertaría el golpe de gracia, la masacre que pondría punto final al sueño de la independencia.

Sebastián Montero lo felicitó.

La retirada despavorida
En efecto, el general Howe logró replegar al general Washington a Nueva Jersey con apenas tres mil milicianos que sobrevivieron con la única ilusión de desertar en cuanto cruzaran el río.

La masacre estaba en manos del temible coronel Wellington. Doce piquetes de caballería ya estaban embarcados y listos a zarpar. Un informe de Sebastián Montero se interpuso. Los insurrectos habían armado una telaraña de emboscadas en Nueva Jersey. El general Howe contuvo la persecución. Su responsabilidad primordial era salvaguardar la tropa.

Sebastián Montero se infiltró al comando británico, apelando a la ilustración del general Howe, viejo amigo de viejos amigos suyos. El general Howe era un admirador de la obra de Sebastián Montero y lo convirtió de inmediato en su protegido. Lo puso a cargo de la decodificación de la inteligencia de los insurrectos, cada vez más internacionalizada. Circulaban órdenes y contraórdenes en francés, español, alemán, incluso en latín y griego antiguo.

Los comunicados interceptados por la contrainteligencia británica, difundida con el propósito de la intercepción, los redactó Sebastián Montero. Dejó en mano de sus agentes cientos de comunicados, ajustados a cualquier contingencia. A toda costa había que sembrar la ofuscación.

El general ilustrado
La actitud de los neoyorquinos era inadmisible, lamentaba el general Howe con un vaso de Wiskey escocés en la mano. Avizoró un recibimiento multitudinario cuando atracó la Armada en Nueva York. ¿No se había levantado en Massachussets un monumento en honor de su hermano mayor, héroe de la Guerra que protegió a las Colonias del expansionismo francés? Sebastián Montero lo escuchaba en silencio. Departían en la biblioteca de la mansión que un colono realista facilitó para la comandancia inglesa en Nueva Jersey. Como todas las noches la conversación desembocó en las nostalgias del General por Elizabeth, la joven neoyorquina de cachetes de rosa y duros senos que, diplomáticamente Sebastián (asi lo llamaba el general) vaticinó, le costaría los laureles al general, le robaría la gloria como en la antigüedad Cleopatra le robó a Marco Antonio. Sebastián le había entregado una nota de Elizabeth traducida del francés:

Poco a poco su lado de la cama se apoderó del mío, como un ejército enemigo. Las nieves asechan y me llaman y con ellas terminaré diluida, ni un rastro encontrará entre los adoquines de esta ciudad que ya no es mía. Insisto, general de mis amores, nada soy, y más nada quiero ser mientras más pasan los días.

Sebastián trazó un perfil de la bella Elizabeth, manipulando el vocabulario que el general recordaba de ella, la manera suya de pensar, para lanzar una acometida epistolar que le nubló la razón y, añorándola a morir, lo tenía contemplando una tregua invernal, el cese de hostilidades que tanto necesitaban los insurrectos. Sebastián se jugó la cabeza a una diferenciación. El general Howe era romántico pero no sentimental. Gozaba de la idea de ser amado y le bastaban las traducciones de Sebastián, orales o escritas. Un sentimentalista habría querido las pruebas tangibles, la nota original que aprisionar contra el pecho en la soledad del insomnio.

El soldado
El coronel Wellington, un militar de militares, temerario y no muy inteligente, renegó la oportunidad perdida. Agazapado esperó a Sebastián con tres oficiales jóvenes de confianza. El momento que Sebastián se metía en la cama, irrumpieron en la habitación. Lo llevaron a la cocina de la mansión para quemarle con un velón los testículos.

O confiesas o te los derretimos, dijo el coronel Wellington con la mirada a escasas pulgadas de los ojos de Sebastián.

Sebastián no tenía más alternativa que sostener su lealtad a Inglaterra. Debió escoger entre el dolor y la muerte. Asoció el dolor a una herida de su niñez que recubría de sal para experimentar los crecientes grados del dolor. El clavo ardiente de la llama atravesándole los testículos debía ser mil veces más intenso. Se recriminó el cálculo. No podía dejar de razonar, solo la razón lo salvaba. Calculó que una vez que las llamas consumieran el escroto el dolor doblegaría la capacidad de resistencia y perdería el conocimiento. Tenía límite el dolor. Pero cada instante que pasaba el dolor parecía exceder el límite, y no podía gritar de dolor. Si gritaba lo mataba, le amenazó el coronel Wellington. Tenía sentido, un grito habría alterado al general Howe, y matarlo era lo más sensato, asfixiarlo. Habría sido más fácil explicar el crimen consumado que el intento fallido. No podía gritar y el acto de no gritar le revistió de valentía. Constató la admiración ligera en la mirada de los oficiales y exageró las muecas de dolor, no mucho. La percepción de cobardía podía incitar al placer de torturar.

El olor a carne quemada llenaba la cocina. Sebastián anheló que un oficial encontrara la tortura indigna, contraria al honor de la Armada Real. El dolor le comenzaba a mermar la razón. Caso contrario no habría anhelado el honor del enemigo, para el cual los medios justificaban el fin. Sebastián no quería morir. Encontró una última esperanza en la tortura. Confió que el olor de su escroto quemado alertara a los perros de la mansión y los ladridos rompieran el sueño del general Howe.

Un oficial, en efecto, encontró indecorosa la tortura. Los oficiales de la Armada Real no eran inmundos inquisidores católicos, eran británicos evolucionados. Tal como lo previera Sebastián, sugirió un frondoso y dorado manzano que se erguía en el traspatio para ahorcarlo.

Otro oficial, el de menor rango, creyó en la inocencia de Sebastián.

El español es inocente, dijo.

Pero el coronel Wellington no se convenció. Ordenó que lo colgaran del manzano en el traspatio. Era la decisión honorable, dijo, e higiénica. Los ahorcados se defecan, orinan y eyaculan el rato de morir.

El oficial de menor rango se dejó guiar de la inocencia de Sebastián para despertar a los perros. Los ladridos despertaron al general Howe. Saltó de la litera, se asomó a la ventana, corrió al patio en el camisón de dormir y sin preámbulo alzó la pistola a la sien del coronel Wellington.

Usted conoce el precio del amotinamiento, dijo.

¿Prefiere el General al español traidor que a un oficial inglés?

La Armada Inglesa puede darse el lujo de perder un oficial, pero nunca el honor ni la disciplina, añadió el general y ordenó a los mismos oficiales de confianza del coronel a encerrarlo por cinco días en el calabozo que se había improvisado en un granero.

El general Howe acompañó a Sebastián al dormitorio, y se retiró a esperar la madrugada en la biblioteca. Estaba abatido por la presión creciente de Londres. Se trataba de la armada más poderosa del mundo, le hacían llegar latigazos escritos, ¿cómo la armada más poderosa del mundo no lograba aplacar la sublevación de cuatro milicianos?

Dentro de la guerra siempre hay otra guerra
Se libró una guerra personal entre el coronel Wellington y Sebastián. El colono Pitts, acérrimo realista, se encargó de la acometida. La prioridad, exaltó a los oficiales destacados en pos de Sebastián, era pescarlo con las manos en la masa. Si no crear la masa y ponerle las manos en ella.

La estrategia del coronel Wellington era diseminar comunicados falsos. El coronel Wellington estaba dispuesto a sacrificar una patrulla compuesta de colonos realistas en patrañas concebidas no-solo para exponer a Sebastián sino para invertir la timorata comandancia del general Howe y aceptar el reto del general Washington a la guerra abierta en los campos.

Según un comunicado falsificado que Pitts llevó al general Howe, los patriotas habían destacado un segundo flanco de milicianos bien armados para cerrarse sobre el ejército inglés como una tijera. El plan del coronel Wellington era asesinar a todos los miembros de la patrulla de pesquisa, decapitarlos y plantar las cabezas a la vera del camino clamando venganza. El general Howe, por el peso de los hechos, no habría tenido más remedio que pronunciarse por la guerra abierta.

El plan abortó en las manos de Sebastián. La información es falsa, afirmó. Una provocación de los insurrectos. Enviar una patrulla de pesquisa es condenarla a muerte.

El coronel Wellington tomó el nuevo desaire de manera torpe. Golpeó la pared del calabozo con la frente hasta que dos grietas se le abrieron y sangraba profusamente. No permitió que lo atendieran. Necesitaba la sangría de todas maneras. Necesitaba sacarse la mala leche antes de podrirse. Le quedaban dos días de prisión.

Crecían las hostilidades. Los hombres de Wellington insistieron en las viciadas confesiones de torturados, ahorcaban inocentes para inculcarle el castigo psicológico de la culpa. Nada hacía mella a Sebastián. Pero el fuego no podía continuar indefinido sin quemarle a uno de los dos.

La hora de la verdad se avizoraba en la batalla de Trenton. Los hombres del coronel se atrincheraron en torno a Sebastián de tal manera que no quedaba una hendija abierta para sacar o recibir un mensaje.

Sebastián dejó de trabajar a la hora del almuerzo, antes del cual se zambulló al riachuelo por cinco minutos, excentricidad del corcovado, su señoría, el conde español, se mofaban los esclavos de la mansión. Los hombres del coronel Wellington veían los baños en el riachuelo helado con la suspicacia del caso y cernían las aguas con mallas enormes.

La primera batalla de Trenton
El ejército inglés propinó una nueva derrota a los patriotas. El piquete del coronel Wellington capturó a un alto oficial del General Washington que reveló el plan de la inteligencia con lujo de detalle. La estratagema de desinformación, declaró, los había librado de la capitulación. No delató a Sebastián porque no sabía de la existencia de Sebastián, dándole unas horas antes que el coronel Wellington, convirtiendo la negligencia en traición, sentenciara su muerte.

Se les acabó la piola, dijo el coronel Wellington desafiante, dejando entrever que se lo había dicho, que la guerra debió terminar mucho antes, que la guerra pertenecía a los soldados, a hombres de pulso de hierro, no a filósofos borrachos, mequetrefes enamoradizos, maricas huevos de paloma.

La confianza que el general depositó en Sebastián se tornaba como la fiera de un circo contra el domador. Se dirigió a la mansión con el frío de noviembre calcinándole los huesos. A pesar de la apremiante situación, en el curso de la caminata, el coronel Wellington al costado, no dejó pasar la contradicción lingüística del frío ardiente, del hielo que calcina, de un infierno helado, el idioma inglés era demasiado rico en poesía negra. ¡Ah, poesía! Sustancia maravillosa que todo lo desinfectaba. Habría dado la mitad de su imperio ese instante por hundirse de nuca entre los senos de Elizabeth, boca arriba como un glacial entre montañas ardientes, irse derritiendo y penetrarle hasta el último orificio, un ejército líquido que la sitiaba y, entonces, evaporarse en ella como una balada, una de esas baladas de Lady Mary Wortley Montagu que ella le alimentaba con su aliento tibio de frambuesa, tendida sobre él, clavados los senos al pecho, fundidos en el sexo y las miradas. ¡Ah, Elizabeth! Su Elizabeth amándolo con versos declamados sobre mil sollozos.

…Leave you the stupid business of the state, Strive to be happy, and despise the great: Come where the Graces guide the gentle day, Where Venus rules amidst her native sea, Where at her altar gallantries appear, And even Wisdom dares not show severe [1].

[1] Torpes negocios de estado partid ya,/huyendo de la grandeza a la felicidad:/Venid donde las Gracias al día guían,/Y Venus reina majestuosa su mar natal,/Y las galanterías peregrinan a su altar,/Y aun la sabiduría resiste la severidad.

La hora de la verdad
La adrenalina de la doble victoria lo infló de insolencia al coronel Wellington, y de ímpetu heroico. El mismo dirigiría la masacre y cerraría el capítulo de la guerra independentista en Norte América. La gloria lo esperaba en Londres. Caminaba paralelo al general Howe con los ojos puestos en la mansión, con un puñal cruzándole la garganta a Sebastián, con la gloria esperándole al abrir la puerta.

El despacho de Sebastián se acondicionó en un dormitorio de huéspedes en la planta baja a la izquierda del salón principal.

El general Howe consultó con Sebastián la autenticidad de la información que el coronel Wellington sonsacó al oficial de Washington. El coronel Wellington no esperó afuera como le ordenó el general Howe, pero otra vez le faltó autoridad moral al general para castigar la insolencia.

El coronel escupió una pregunta:

¿Es legítima la información?

Sebastián con rostro de hielo asintió:

La emboscada es una farsa para salvarle el pellejo a una tropa mermada. Los insurgentes están a punto de capitular.

Le extendió dos comunicados que acababa de decodificar, no-solo corroborando la información obtenida por el coronel, sino el plan de la retirada, el laberinto de caminos que el cartógrafo ya había traducido a mapas.

Tomado de sorpresa el coronel le arrebató el mapa. Dio media vuelta para marcharse. Al llegar a la puerta se tornó y dijo:

El honor de las deudas está tanto en pagarlas como en cobrarlas.

La emboscada

La información suministrada por Sebastián permitió al destacamento del coronel Wellington perseguir a los patriotas por los campos marañosos de Nueva Jersey. Para cebarlos los patriotas abandonaban armamento y más pertrechos en el camino. Los ingleses asechaban, saboreando el castigo. Pitts, el Severo, bromeó que la anticipación a impartir castigo dio luz a la sabiduría popular que hacía apreciar dar más que recibir. Haciendo rugir los fusiles, pisándoles los talones, los británicos maldecían la ingratitud de los rebeldes hacia la madre patria. Los colonos realistas, los Tories, no pensaban en la ingratitud sino en la locura de los coterráneos. No podían entender la razón de la alteración del orden que los insurrectos buscaban, pues a base de esfuerzo merecieron el privilegio, treparon el escalafón social colonial, eran concejales, jueces, los representantes al congreso y los gobernadores. Tuvieron razón tanto ingleses como insurrectos al rechazar la alianza que proponían las naciones indígenas, indicando que era un conflicto entre hermanos. Pero la guerra como ninguna otra actividad es una cuestión de vida o muerte, de matar o morir, y en tal coyuntura, decía Pitts, el severo, no había hermanad que valiera. Pitts, el Severo, oriundo de Princeton, Nueva Jersey, junto al coronel Wellington, comandaba la persecución. Al frente del ejército patriota iba el Colorado Pitts, su hermano menor. A galope avanzaban las tropas vencedoras en persecución de los vencidos hasta que en un cruce de río el camino llegó a un fin abrupto. Los milicianos guerrilleros habían derribado el puente y ni una embarcación se vislumbraba. Hubo un instante de desconcierto. Ni el coronel Wellington ni Pitts, el Severo, tuvo tiempo de esbozar una estrategia alternativa porque la feroz milicia guerrillera irrumpió de los bosques. Las hojas secas formaban una alfombra de cobre y ribetes rojizos donde la sangre se escondía como un camaleón. Pitts, el Severo, murió peleando. El Colorado Pitts, aficionado al verso, hizo labrar una inscripción en la cruz de la tumba improvisada:

Yace aquí Pitts, el Severo,
Enemigo de la libertad.
Pobre Severo, amigo infeliz,
Si usaste espejuelos,
¿Por qué no viste allende la nariz?

La leyenda del corcovado español

El coronel Wellington salió ileso de la emboscada y juró no morir hasta matar a Sebastián. Un alarde de cretino, pensó Sebastián al enterarse tiempo después. El coronel Wellington sentenció la muerte de Sebastián y el general Howe que hacía la sobremesa con Sebastián en el comedor de la mansión sintió un sopló que le estremeció el alma. Se puso de píe con ambas manos apretadas al pecho.

¿Está bien, general?, preguntó Sebastian.

Me ha dado un soplo extraño en el corazón, dijo el general.

La esclava cocinera que servía el té se entrometió para afirmar que sería el aliento postrero de los enemigos muertos. También el general malinterpretó la corazonada. Hasta le cruzó una nube de nostalgia previendo el retorno triunfal a Inglaterra y estiró la sobremesa como una metáfora de la resistencia de su espíritu enamorado a la inminencia del retorno triunfal del soldado. Sentenció:

La felicidad pende de la elección entre la tradición de honores inmemoriales, el regreso, y el abrazo apasionado de Elizabeth.

La muerte certera asechaba ineludible a Sebastián con cada instante que pasaba. No pudo haber escogido un momento menos oportuno el general para sus explayadas poético-filosóficas. El revolteo del gallinero le indicó a Sebastián que las cinco de la tarde se acercaban con los sobrevivientes de la emboscada con tal precisión que el tremor de la caballería desaforada no se hizo esperar.

El general se asomó a la ventana. Enfocó el largavista de su hermano, el almirante, y divisó en la distancia al coronel Wellington que avanzaba como un centauro desbocado en medio de la polvareda. La guerra ha terminado, se dijo el general y se dispuso a recibir a las tropas vencedoras. Antes de abandonar el comedor señaló:

Temo que su vida esté en peligro, amigo Montero.

Sebastián se quedó en silencio con dos espadas al cuello: la iminencia de su muerte y la traición acabada de cometer a un amigo que las historia convirtió en enemigo.

El coronel Wellington desmontó determinado a ejecutar a Sebastián. Obseso cruzó el jardín sin reparar en nadie, haciendo a un lado al general Howe que lo esperaba en las gradas, empujando a una esclava que salía con su hijo en los brazos. El coronel Wellington irrumpió en la mansión con el brazo extendido y el dedo en el gatillo, pero Sebastián ya había escapado de la mansión vestido de negra, con un negrito de cuatro meses en los brazos.

Enardecido salió el coronel Wellington y altanero increpó:

¿Dónde está el espía español?

El general Howe que ya había comprendió el error de haber cantado victoria antes de hora le devolvió la bofetada:

Lo hice ejecutar, claro. Es el único fin del inepto. Como usted, el conde Montero se dejó embaucar.

Afirma una leyenda, basada en el testimonio de esclavos de la mansión de Nueva Jersey, que Sebastián alertó a los patriotas con hechizos (químicos) que cambiaban el color de las aguas de los ríos a la distancia. A la esclava cocinera, no obstante, nadie pudo convencer que Sebastián, el corcovado español, su señoría, tenía el don del hechizo, y había hecho cómplices a insectos y reptiles. Con sus propios ojos había visto caballitos del aire y moscos dragón perderse en el horizonte con los recados bien doblados en el pico.

Lo cierto es que el ejército del general Washington cobró nueva vida después de la emboscada. Muchos esclavos se unieron a la insurrección. Un cronista dejó constancia de una columna de esclavos de Nueva Jersey que marchaba entonando la siguiente canción:

Era español corcovado, su señoría,
Mucho de magia sabía y mucho de observación.
Dicen que un oficial enemigo de la muerte segura sacó,
Y siendo de doble cara,
A mil patriotas del cañón colorado salvó.
Pero allí no termina esta historia:
Vestido de negra y campante, el corcovado español,
Su señoría, burló a la Armada Real,
Y a lomo de insectos voladores escapó.

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